Me pregunto qué pensarían los mordaces Chesterton o Wilde en estos tiempos posmodernos. Ellos, que disfrutaron una época donde lingüísticamente se escribía como los ángeles, fueron terriblemente críticos. El británico sostenía que el periodismo consiste esencialmente en anunciar que Lord Jones ha muerto a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo. Quizás, muy probablemente, se refería a esa querencia de los plumillas a pensar que todo el mundo conoce el contexto y olvidan una de las misiones fundamentales del buen profesional. El irlandés, en su dominio sarcástico, exponía que la diferencia entre periodismo y literatura es que el primero es ilegible y la segunda no es leída.
A los periodistas veteranos nos gustaría que, siquiera, los nuevos se cultivaran un poquito más. Que entendieran de dónde viene este oficio. Que se inspiraran en Mariano José de Larra para concebir la importancia del ingenio que es la observación sagaz del entorno.
Pero, ante todo y sobre todo, quienes nos instruimos bajo la vara ética del inolvidable don Luka Brajnovic desearíamos que el actual totum revolutum en que se han metamorfoseado periódicos, radios y televisiones abandonara esa entropía singular y única que les lleva hacia la esterilidad después de que el “moisés” coetáneo que es la zafiedad haya separado los mares del emisor y del destinatario para dejar unas tierras infecundas.
Don Luka expresaba con su sencillez proverbial una de las reglas irrenunciables del periodismo: distinguir la información de la opinión aprovechando las técnicas y recursos a disposición de sus ejercientes. La ceremonia de la confusión de hoy no es la entronización del relativismo de la objetividad, sino una abyecta práctica que, en el fondo de todo, manifiesta una falta de respeto inquietante al lector, al oyente y al telespectador. O al “ciberlector”, “ciberoyente” o “ciberespectador”. De ese desacato al imperativo deontológico a la hora de informar, formar y entretener, se aprovechan esas fuerzas perversas que abusan e instigan la debilidad de unos medios empobrecidos por su incapacidad de mirar a la cara a la audiencia para recibir el mandato de la calidad que exige para pagar siquiera euro y medio. Hoy, ni el café va acompañado de periódico aunque la suscripción esté a nombre del establecimiento (en el supuesto caso de que no se lo regalen para engañar a no-sé-qué cliente publicitario al que le venden las milongas en forma de cifras mentirosas).
No, al lector hay que tratarlo como un ciudadano. Esto es, una persona con capacidad de raciocinio y criterio para recoger los elementos precisos que le permitan configurar libérrimamente su opinión, sin interferencias ni intermediarios. Ésta es la pretensión de esta empresa para seguir el mandato no escrito de El Eco de los Libres de 1854, con aquel Francisco García rebelde, visionario, pionero en la reivindicación del sufragio universal.
La crisis del periodismo, ya estructural cerrada la coyuntura iniciada en 2008 hasta hoy en lo que hay es lo que es, sigue horadando el socavón de los valores que un día alumbraron a Gütemberg y las primeras publicaciones del mundo y de nuestra tierra. Incluso en el primer número de aquel Boletín Oficial de la Provincia de 1834, arranque estricto del primer periódico provincial, se marcaba una línea editorial que hoy son incapaces de emular los flojos practicantes de un oficio que, en su hilo argumental de la historia, exhibía pasión sin límites, bonhomía irreprochable.
Incapaces de entender que salir a la sociedad no es pegarse a internet como el nuevo dios, difícilmente se puede interpretar a Kapuscinski de otra manera que una antigualla del pasado, cuando disertaba con un condicional inquebrantable: Si se es una buena persona, se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias.
Sófocles, Eurípides y Esquilo encontrarían hoy los mejores actos para las tragedias que acaban con el espíritu ciudadano.